martes, 23 de diciembre de 2008

El chico amarillo

A la memoría de Paul Newman



Nunca he timado a un hombre honesto, solo a granujas. Ellos querían algo a cambio de nada y yo les daba nada a cambio de algo.

Joseph “Yellow Kid” Weil


Artículo con banda sonora. Se recomienda escuchar el tema “The Entertainer” de Scott Joplin durante su lectura.




Los estafadores han sido los principales protagonistas de este blog desde que comenzó su andadura hace poco más de un año por lo que he pensado que ya iba siendo hora de dedicarle un artículo al que quizá haya sido el más grande timador de todos los tiempos. Un auténtico artesano del noble oficio de la estafa. Joseph Chico Amarillo Weil.

Ahora que los timos y estafas por parte de políticos, banqueros y especuladores están a la orden del día no está de más recordar una clase de estafa bien distinta. En este tipo de timos no se pretende desplumar a cientos de familias de golpe o dejar sin blanca a un puñado de inversores. Al contrario, es suficiente con una sola víctima. Tampoco la buena fe forma parte de esta historia. La buena voluntad es el peor enemigo de este tipo de golpes, la víctima debe creer que ella misma es cómplice del timo. El estafado tiene que creerse estafador y cuanto mas ambicioso sea mejor.


Pero empecemos por el principio.



Weil comenzó su andadura en el mundo de la estafa con un auténtico clásico: los remedios milagrosos. Nacido en Chicago, pronto fue un habitual de las ferias y circos. Allí ofrecía sus crecepelos maravillosos y otros tónicos capaces de curar cualquier dolencia. Este timo, habitual hoy en día hasta en la teletienda, no tardó en aburrir a Weil. Quizá la razón fuera la naturaleza de esta estafa, en la que lo principal es aprovecharse de la inocencia de la víctima, lo que le llevó por otros caminos. En sus memorias confesó que cada una de sus víctimas tenía un timador en su interior y echando un vistazo a sus golpes más famosos comprobamos que no le faltaba razón.


¿Ha visto usted a mi perro?

Un bar cualquiera en Chicago. Principios de siglo. El camarero atiende a los clientes, limpia la barra y da conversación a los borrachos cuando un extraño personaje cruza la puerta. Tiene cara de preocupación y, lo que es peor, de querer compartir esa preocupación con alguien. Resignado, asumiendo que gran parte de su trabajo consiste en escuchar las penas de otros, el camarero se acerca dispuesto a atender al nuevo cliente. El extraño resulta tener acento extranjero y tras un par de cervezas confiesa la causa de su desgracia. Ha perdido su perro hoy mismo. Pero no un perro cualquiera, no. Ha perdido un Saulsazer Atigrado (o algo así) de pura raza, uno de los pocos que quedan. Se le escapó hace unas horas por el barrio y todavía no ha podido dar con él. El hombre, entre sollozos, habla maravillas de su mascota. En Europa es considerado un perro de aristócratas, solo la creme de la creme puede permitirse tener uno de ellos. El camarero sospecha que quizá tenga ante él a un noble europeo y comienza a interesarse por la conversación, quizá incluso invite al extraño a un par de copas. Antes de irse, el extranjero hace una descripción detallada del animal y pide al camarero que pregunte por él a sus clientes. Ese perro es irremplazable y está dispuesto a pagar quinientos dólares a quien le ayude a recuperarlo. El extraño promete volver al día siguiente para ver si hay alguna noticia sobre su valioso Saulsazer.


Horas después, ese mismo día, un nuevo cliente entra en el bar. El tipo es la afabilidad en persona. Con una sonrisa de oreja y un tono de voz que inspira confianza parece la clase de persona a la que dejarías al cuidado de tus hijos o el vecino al que darías una copia de la llave de tu casa. Es Joseph Weil.


-¡Mire que suerte he tenido! -dice el nuevo cliente tras sentarse y pedir una copa-. Acabo de encontrar este perro vagando a un par de calles de aquí. Y debe ser un buen perro pues tenía collar y todo.


El camarero no da crédito a lo que ve. ¡Es el Saulsazer Atigrado! La verdad es que a él le parece un vulgar chucho callejero pero no cabe duda de que su descripción coincide exactamente con la que le hizo el extraño aristócrata.

El camarero, inmediatamente, inventa alguna excusa que justifique su interés en el animal. “La verdad es que vivo solo y no me haría mal un poco de compañía. Le pagaré cien dolares por el perro”, por ejemplo.


  • Pues lo cierto es que, en poco tiempo, ya he cogido cariño a este animal. Me daría pena deshacerme de él- responde Weil mientras acaricia la cabeza del Saulsazer.


  • Que sean doscientos dólares entonces- contesta el camarero.


La historia siempre acababa del mismo modo. Con Weil y su gancho embolsándose un gran fajo de dólares y con un camarero que creía haber hecho el negocio del siglo y que había pagado un pastón por un perro callejero como los que veía cada vez que sacaba la basura.

Con timos menores como éste Weil fue haciendo carrera en los bajos fondos de Chicago. Pronto conoció a otros estafadores con los que se asociaba a menudo como Frank Hogan, con quien formó pareja en 1903. Esta asociación es el origen del mote con el que es conocido Weil. Yellow Kid era un famoso personaje de comic norteamericano a quien siempre acompañaba su amigo Frank Hogan. Pero Weil no solo era famoso entre los estafadores. A medida que sus timos iban volviéndose más elaborados Weil necesitaba de una gran cantidad de mano de obra. Se hizo amigo de rateros, prostitutas, carteristas, jugadores profesionales, mendigos... Todos conocían a Weil y estaban más que dispuestos a participar en sus montajes. Después de todo era una forma bastante divertida de ganar dinero y los planes de Weil raras veces fallaban.



Invierta en tierra

Si la gente aprendiera -aunque dudo que suceda- que es imposible obtener algo a cambio de nada, el crimen desaparecería y todos viviríamos en armonía.

Joseph Weil


En algún selecto café un adinerado caballero observa como dos hombres de negocios se sientan en la mesa contigua a la suya. En cuanto llegan a sus oídos frases como “ganancia asegurada” o “negocio del siglo”, el honrado millonario comienza a interesarse por la conversación que está teniendo lugar a su lado.


Al parecer, el banco ha expropiado las tierras que un pobre diablo tenía en Indiana por impago de deudas y las ha sacado a la venta por 50.000$. Pero lo interesante es que esos terrenos, aunque el banco no lo sepa, tienen un valor cien veces mayor. Uno de los dos tipos que hay a su lado es geólogo y tiene información de primera mano sobre lo que hay bajo ese suelo.


  • Cuando trabajaba para la Standard Oil Company me encargaron que evaluara esos terrenos para una posible compra -está diciendo el geólogo a su acompañante-. ¡Aquello es una enorme bolsa de petroleo! Oculté esa información a la compañía pues ya entonces el dueño de las tierras estaba en bancarrota y sabía que podría hacerme con ellas a precio de ganga si esperaba un poco. Era una oportunidad única de ganar millones de dólares.

  • ¿Y qué pasó? ¿Cómo es que no eres el nuevo Rockefeller? -pregunta el otro tipo.

  • Ya sabes que pasó. Perdí mi empleo antes de poder reunir los malditos 50.000 dólares.

El millonario espera ansioso a que a alguno de los dos se le escape el nombre del banco que vende los terrenos pero no hay forma. Finalmente decide intervenir en la conversación.


  • Perdone, caballero, pero no he podido evitar escuchar la conversación que estaba manteniendo con su amigo. Quizá si me aceptara como socio capitalista ambos podríamos repartirnos la propiedad en cuestión. Yo podría disponer con facilidad del dinero necesario.


El geólogo tras muchas dudas y preguntas acaba aceptando la oferta. Por supuesto no le dice al millonario donde se encuentra el banco sino que se ofrece a acompañarlo él mismo a cambio de figurar en la escritura de propiedad. Parece un trato justo, uno pone la información y otro el capital, así que se encaminan hacia la oficina bancaria donde poder comprar los terrenos bañados en petroleo.


Una vez allí todo sucede con normalidad. El banco se encuentra situado en un espacioso local y parece bastante próspero. Hay multitud de cajeras atareadas atendiendo a los numerosos clientes, pero no importa, no tienen que hacer cola porque es el mismo director bancario quien se encarga de cerrar el trato.


  • En efecto, la propiedad que mencionan está en venta por esa cantidad pero... ¿está seguro de querer invertir en un secarral sin valor?

  • Sí, sí, usted háganos una escritura de propiedad a nombre de los dos y no se preocupe -dice el millonario con una sonrisa y dando un codazo cómplice al geólogo-. Aquí tiene los 50.000 dólares.


Una vez fuera ambos acuerdan quedar al día siguiente para planificar como venderán la propiedad por cien veces más de lo que les ha costado a alguna compañía petrolera. Habrá que hacer prospecciones, consultar con otros geólogos... Quizá hasta consigan más dinero del que esperaban. Con un abrazo ambos hombres se despiden... Y nunca más vuelven a encontrarse.


El feliz socio capitalista no tarda más que unos días en descubrir que no hay rastro del geólogo, ni de nadie con su nombre, por ningún lado. La propiedad no existe y la escritura no es más que una falsificación. Si decide acudir al banco donde se cerró el trato descubrirá un local vacío, sin rastro de cajeras, ni clientes, ni nada que recuerde a una sucursal bancaria.


Weil, que lo mismo hacia de banquero que de geólogo cuando llevaba a cabo esta estafa, lo había planeado todo a la perfección. Se alquilaba un local y se decoraba superficialmente para parecerse a una oficina bancaria. Las cajeras eran todas prostitutas y los clientes mendigos o carteristas. En ocasiones incluso contrataba compañías de teatro amateur para que todo quedara más creíble. En cuanto el millonario doblaba la esquina todo el tinglado era desmontado, cada uno de los participantes cobraba su parte del botín y desaparecían hasta que las cosas se calmasen. O hasta el próximo golpe.

El golpe

Pensaba acabar este artículo relatando la más famosa estafa de Joseph Weil pero no voy a hacerlo. No hay mejor descripción de ese timo que la que el director George Roy Hill y el escritor David S. Ward hicieron en 1973. Quien haya visto “The Sting” ya sabe de que hablo y quien no ya está tardando en alquilar/comprar/descargar esa gran película.


Joe Yellow Kid Weil murió en 1975 a la edad de cien años.


¡FELICES FIESTAS A TODOS!



Innes, Brian, Fakes &Forgueries, 2007

Weil, Joseph, The Con Game and "Yellow Kid" Weil,

http://en.wikipedia.org/wiki/Joseph_Weil

http://www.nationmaster.com/encyclopedia/Joseph-Weil


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