jueves, 31 de enero de 2008

El viaje de Rozhdestvenski


Entre febrero de 1904 y septiembre de 1905 Rusia y Japón se enfrentaron por la supremacía en el Extremo Oriente.

El zar Nicolás II quería obtener una base naval que le permitiera acceso al Pacífico ya que Rusia solo contaba con la base del Báltico. La plaza que iba a permitir a Rusia su salida al este era Port Arthur, actual Lüshunkou.

Japón se había apoderado de Port Arthur -así como de Corea, Manchuria y Taiwan- a finales del siglo XIX en su guerra contra China. La presión de las potencias occidentales, entre ellas Rusia, obligó a Japón a devolver Manchuria y Port Arthur a los chinos tras la guerra. Los japoneses no se esperaban por tanto que cuatro años después los mismos rusos, incumpliendo sus promesas previas, se hicieron ellos mismos con el control de Port Arthur consiguiendo así su ansiada base en el este.


El emperador Mutsuhito no estaba dispuesto a consentir que Rusia se saliese con la suya tras aquella puñalada por la espalda. Inmediatamente, Japón firmó una alianza con Gran Bretaña, país al que tampoco convenía en absoluto la presencia Rusa en Oriente. Este pacto conllevó el plan llamado “Esperanza y determinación” mediante el cual se llevaría a cabo un rearme completo de la flota japonesa. El gobierno japones encargó a Inglaterra seis acorazados, seis cruceros, dieciséis destructores y seis torpederos; otros tantos buques fueron encargados a Francia, Alemania, EE UU e Italia. Todos ellos de última generación y con el armamento y blindaje más moderno. Además, el personal de la marina japonesa pasó de 15.000 a 40.000 hombres.

¿Qué tenía Rusia para enfrentarse a la flota más avanzada del mundo en aquel momento? Unos cuantos barcos completamente obsoletos y divididos además en dos flotas. La primera de ellas, con las mejores naves, defendía Port Arthur. El resto de naves, las mas viejas, se encontraban en el Báltico, al otro lado del mundo.

En cuanto comenzó la guerra entre las dos potencias, Japón demostró que no tendría ningún problema en imponer su control en el mar. El zar ordenó zarpar a la flota del Báltico para que se uniera a la de Port Arthur en su batalla contra Japón. La flota partió al mando del almirante Rozhdedestvenski y fue despedida con gran pompa por el propio Nicolás.

Rozhdedestvenski y sus hombres debían navegar 23.000 millas náuticas, bordeando África, atravesando aguas hostiles y sin puertos en los que abastecerse. Tenían que obtener el carbón en encuentros concertados con flotas de abastecimiento pertenecientes a compañías privadas. Era una maniobra suicida.

Al poco de partir Rozhdedestvenski, la flota de Port Arthur ya había sido neutralizada por los japoneses. Iba a tener que presentar batalla en solitario. La moral de la tropa ya estaba por los suelos y no ayudó nada el que sus mejores barcos, los destructores Suvoroff, fueran unas auténticas tartanas. Estaban tan mal diseñados que tendían a volcar en cuanto se los cargaba un poco de más, por ello se ordenó que fueran retirados hasta los banderines de los mástiles.

Así partió la flota de Rozhdedestvenski a enfrentarse a las naves mas modernas que habían navegado nunca por cualquier mar.

Desde el día de partida el ambiente en los buques rusos era de profunda paranoia. Los hombres creían que la flota japonesa saldría a su encuentro en cualquier momento y sabían que si eso sucedía no tendrían ninguna oportunidad. Los vigías veían al enemigo por todas partes y la travesía por el mar del Norte se convirtió en una auténtica pesadilla.

Cuando los barcos cruzaban el banco de Dogger, frente a la costa este de Gran Bretaña, divisaron por fin al enemigo. Los vigías detectaron cuatro torpederos japoneses que se dirigían hacia ellos. Se informó al alto mando de un “ataque en toda regla de buques japoneses” y se procedió a atacar al enemigo. Los rusos consiguieron hundir un barco y dañar a los otros pero ellos mismos sufrieron graves daños al colisionar varios barcos entre si. Lo peor, sin embargo, estaba por llegar. La temible flota japonesa que habían estado atacando con toda su artillería era una flotilla de arrastreros británicos que estaban pescando tranquilamente cuando vieron, con bastante sorpresa, como una flota completa abría fuego sobre ellos. Probablemente con más sorpresa aun, también observaron como aquellos barcos fallaban la mayoría de disparos y comenzaban a chocar entre ellos. La “batalla” sería conocida como el Incidente de Dogger Bank y estaría a punto de costarle a Rusia ver como Inglaterra le declaraba una guerra abierta. Los periódicos mundiales hicieron mofa de lo sucedido y Rozhdedestvenski comenzó a ser protagonista de numerosos chistes.


Antes de partir Rozhdedestvenski había seleccionado a los mejores barcos de entre los destartalados efectivos del Báltico para formar su flota. En puerto se habían quedado aquellos que apenas se mantenían a flote, listos para convertirse en chatarra. El almirantazgo ruso, sin embargo, consideró que aquellos barcos debían ser equipados y enviados a reunirse con Rozhdedestvenski. Cuando éste se enteró de que aquellas bañeras venían tras él, aumentó la depresión que padecía desde Dogger Bank. Ordenó a sus barcos navegar a toda máquina y evitar el encuentro con la flotilla. Los periódicos no pudieron dejar pasar la historia de aquel almirante huyendo de sus propios barcos con una flota caótica y destartalada. Hubo nuevas mofas.

A su paso por el norte de África, uno de los barcos se enredó en un cable submarino y su capitán ordenó cortarlo. Resultó ser el cable que unía Tanger con Europa y las comunicaciones con África quedaron interrumpidas durante cuatro días. El pitorreo en la prensa era continuo.

Poco después, el buque taller de la flota participó en otra singular batalla naval. Disparó mas de 300 obuses a lo que su tripulación pensaba que eran tres torpederos japoneses. Por supuesto, en realidad eran un pesquero alemán, una goleta francesa y un mercante sueco.

Rozhdedestvenski se encontraba sumido en una profunda crisis nerviosa. Estaban quedando como una auténtica caravana de payasos delante de todo el mundo. Comenzó a sufrir ataques de neuralgia y cada vez salía menos de su camarote.

En un último intento de adecentar su flota y prepararla para el enfrentamiento organizó unas prácticas de artillería. Una serie de barcos remolcaban los blancos sobre los que los destructores abrieron fuego con todo su armamento. Solo se contabilizó un acierto... yel proyectil no acertó en un blanco sino en uno de los barcos remolcadores. Se ordenó luego a un grupo de destructores que adoptaran una determinada formación pero confundieron las señales ya que no les habían dado libros de códigos y los barcos salieron cada uno por su lado dispersando la flota. A los torpederos no les fue mucho mejor, así describe Richard Hough su actuación:

De los siete torpedos que abandonaron sus tubos, uno se atascó, dos viraron noventa grados en dirección al puerto, uno noventa hacia estribor, dos mantuvieron un rumbo estable pero no dieron en el blanco, y el último describió círculos y más círculos “sumergiéndose y emergiendo como una marsopa” y aterrorizando a toda la flota.

Finalmente, la flota rusa llegó a la zona de destino. Port Arthur estaba ya en manos japonesas por lo que recibieron orden de dirigirse hacia Vladivostok. Rozhdedestvenski podía elegir entre tres posibles rutas: atravesar el estrecho de Le Perouse, el de Tsugaru o el de Tsushima. Ya que no sabía donde se encontraba emboscada la flota japonesa, el almirante ruso eligió el camino más directo: el estrecho de Tsushima... Precisamente ese era el punto que el almirante japones Togo había supuesto que usaría y donde estaba toda la flota japonesa.

La flota rusa fue completamente destruida en esa batalla y Japón consiguió un control marítimo completo del Pacífico que no perdería hasta la batalla de Midway.



FUENTES

REGAN, GEOFFREY, Historia de la incompetencia militar, 1987



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viernes, 25 de enero de 2008

La increible máquina del dr. Abrams


Es común ver como los sucesos más extraños e improbables son presentados como reales en virtud a la multitud de testimonios a su favor. Revistas y programas de misterio se disputan con sus compañeros del mundo rosa el primer puesto en el podio de los correveidiles del testimonio. “Algo habrá de verdad si tanta gente lo afirma” es un recurso compartido, al igual que las fotos desenfocadas, entre Lecturas y Más Allá. Ambos subproductos de los medios, el rosa y el invisible, se podrían considerar prensa basura aunque, por supuesto, los unos más que los otros: Ana Rosa “mi ordenador escribe novelas sólo” Quintana estaría varios escalones por encima de Iker “cuanto menos, inquietante” Jiménez ya que mientras que Nessie y los hombrecillos verdes no son más que mitos, la existencia de Ana Obregón, según los estudios más recientes, parece comprobada más allá de duda razonable.


La capacidad de la gente para ver lo que quiere ver, para fabular, adornar, mentir, olvidar, recordar selectivamente o simplemente para dejarse engañar, es grande. Y el hecho de que algo venga avalado por el testimonio de miles de personas no significa absolutamente nada. Vender humo es una práctica habitual para los oportunistas que conocen las enormes tragaderas que puede llegar a tener una persona; desde un tónico milagroso hasta una cuchara doblada, pasando por libros sobre el Secreto de los Templarios Masones de Sevastopol, las formas de sacar dinero en el negocio de la credulidad son innumerables. Pero si el timador se disfraza de científico el éxito está prácticamente garantizado. Y esto lo sabía muy bien el doctor Albert Abrams.


En los primeros años del siglo veinte miles de personas se beneficiaban de los métodos de terapia y diagnóstico mediante vibraciones electrónicas del doctor Albert Abrams. Había casi cuatro mil franquicias que contaban con las máquinas del reputado doctor, una para diagnóstico y otra para el tratamiento, y varios médicos de renombre avalaban la terapia. Incluso un artículo en la prestigiosa revista médica Lancet elogiaba su revolucionaria contribución a la medicina.


Por no hablar de los testimonios... Cientos, miles de personas acudían a las franquicias de Abrams a beneficiarse de este nuevo método. Ser tratado mediante el ERA, Electronics Reactions of Abrams, como fue llamado el artilugio, estaba de moda entre todas las clases sociales. Las máquinas de Abrams lo curaban todo. No importaba lo peligroso de la enfermedad que uno padeciera, el buen doctor tenía el remedio. O, si no, alguna de sus sucursales valía bien. Artículos en prensa especializada y en periódicos, miles de testigos, importantes médicos implicados... Algo habrá de verdad si tanta gente lo afirma.




El médico eléctrico

La carrera del joven Albert Abrams era impresionante. Con tan solo diecinueve años acabó la carrera de medicina en la Universidad de Heidelberg y antes de cumplir los treinta era presidente de la Sociedad Médica de California. Era profesor de patología en el colegio médico Cooper y también presidente de la Sociedad Médico Quirúrgica de San Francisco. Al contrario de lo que suele suceder en estos casos, donde los rápidos ascensos profesionales despiertan el rencor de los compañeros, Abrams siempre fue apreciado y admirado.


En 1910, tras haber escrito ya dos libros que pasaron sin pena ni gloria, publicó Terapia espondilar. En él, por primera vez, defendía el uso de descargas eléctricas en la médula espinal como método curativo. En 1915 publicó otro libro sobre el tema que lo catapultó al estrellato, el título era Nuevos conceptos en diagnosis y tratamiento. En se detallaba la revolución que supondría para la medicina la aplicación de las nuevas tecnologías, sobretodo la electricidad. De una forma confusa, Abrams sostenía que cada órgano del cuerpo y cada enfermedad vibraban emitiendo ondas magnéticas. Con el fin de usar esas vibraciones para curar a los pacientes había diseñado y construido su máquina, la ERA.

¿Cuales eran los experimentos que habían llevado a ese portentoso avance tecnológico? ¿En que teorías se apoyaba? Lo cierto es que, al contrario que otros embusteros que hemos visto en este blog, Abrams se había saltado la fase de los experimentos fraudulentos y había pasado directamente a la fase “hacer caja”, sin duda mucho más lucrativa. Al fin y al cabo Abrams no tenía ni la mas mínima idea de electromagnetismo, como dejaba patente en su libro, y el funcionamiento de su artefacto no se apoyaba en ninguna teoría conocida. Ni desconocida. El buen doctor ni siquiera se molestó en buscarle una base científica a su descubrimiento. Si Hanehman, el tipo de la homeopatía, y Abrams se hubieran conocido se habrían entendido a la perfección...


Dos descargas por la mañana y dos más antes de acostarse

Al comienzo la comunidad científica ignoró por completo tanto el libro como el aparatejo de Abrams. Pero eso no importaba, el médico timador decidió darse a conocer él mismo y fundó la Asociación Americana de Investigación Electrónica (AERA). Además, creó una revista “especializada”, Journal of Physico-Clinical Medicine, en la cual publicaba sus propios artículos.


Cuando la gente empezó a alabar sus métodos y su consulta no daba a basto, Abrams comprendió que había que dar el siguiente paso. ¿Por que engañar a unos cientos cuando se puede sacar dinero a miles? A través de la AERA, que no era más que una franquicia disfrazada de asociación, Abrams alquilaba sus máquinas a aquellos que quisieran abrir una sucursal donde curar con el sistema de las vibraciones eléctricas. Cobraba por el alquiler de la máquina y cobraba por las licencias que concedía por dejar usar su método. Abrams también contrató a decenas de comerciales a los que el mismo formaba para que viajaran por EEUU vendiendo sus cachivaches. Al principio, las máquinas solo eran vendidas a médicos. Posteriormente se amplió la concesión de licencias a enfermeros. Al final, Abrams, ya millonario, vendía el aparato a cualquiera que pudiera pagarlo. Es lógico que un timador al ver que no es descubierto haga lo que haga, traspase los límites de lo risible. Sucedió con Benveniste, quien el final ya decía que la homeopatía funcionaba por teléfono. Abrams no le fue a la zaga; al comienzo su máquina necesitaba una muestra de sangre y estar conectada al paciente, luego solo la muestra de sangre y al final Abrams afirmaba que su invento no necesitaba más que una fotografía enviada por correo para curar al paciente. El cómo es posible detectar las vibraciones eléctricas de un órgano mediante una fotografía es algo que parecía no preguntarse nadie. La última innovación comercial de la AERA fue el ERA portátil, que todo el mundo podía tener en su casa a modo de botiquín. No faltaron tampoco los imitadores, la ERA de Abrams fue clonada por multitud de otros fabricantes que ofrecían sus propias estaciones de diagnóstico vibracional.

El aparato patentado por Abrams no era mas que un montón de cables y bombillas que parecía sacado del decorado de una película de Ed Wood. Sus distintas partes tenían delirantes nombres como reflexófono, reóstato energizador, reóstato de nivel vibracional, osciloclaster... Para no perder a los pacientes más místicos, Abrams incluyó un elemento copiado del espiritismo a su tratamiento: debía haber una persona tocando al paciente que servía de catalizador de las energías (donde pone catalizador se puede leer médium)




¿Qué me pasa, doctor?


La forma en que Albert Abrams estafó a miles de personas no tiene ningún misterio, se limitó a imitar los métodos de los curanderos pero vestido con bata blanca. El que la gente creyera que el doctor tenía a la CIENCIA detrás le deba cierta aura de respetabilidad y crédito que se sumaban a su encanto y carisma personal. Era un importante y respetable médico, ¿cómo no iba a ser bueno su novedoso método de curación?


Para empezar tenemos el efecto placebo. Se sabe que la eficacia de un placebo depende de la confianza que el paciente tenga en el tratamiento y del ritual, es decir de la parafernalia y medios desplegados por el terapeuta. No es igual de efectivo que un tipo de pase la mano por encima y te diga “estas curado”, que ver como te ausculta un doctor con bata blanca y una maquina llena de luces y cosas tecnológicas, que afirma estar usando métodos punteros contigo y que viene avalado por miles de curaciones anteriores.


Y luego está el diagnóstico, claro. La máquina de Abrams no solo curaba sino que también diagnosticaba. Prácticamente todos los que acudían a la consulta del médico eléctrico, aunque fuera por un simple dolor de cuello, descubrían, gracias a la ERA, que tenían peligrosísimas enfermedades que necesitaban urgentemente tratamiento. Afortunadamente el tratamiento necesario se podía aplicar con la misma ERA, previo pago de una importante cantidad de dinero.


Y si a Abrams se le colaba algún enfermo grave real no importaba demasiado. Al fin y al cabo, ¿que médico no pierde un pequeño porcentaje de sus pacientes?


El éxito de la terapia de vibraciones electrónicas es difícil de imaginar. Con más de cuatro mil franquicias la fortuna de Abrams era inmensa. A pesar de todo este éxito, parece que Albert Abrams no fue capaz de usar la maravillosa ERA consigo mismo y murió en 1924. Sin que absolutamente nadie le denunciara por estafa.

Las revistas científicas tardaron años en denunciar el fraude, incluso algunas de ellas lo apoyaron al comienzo. No fue hasta 1924 cuando Scientific American publicó un informe destapando el engaño en el que se podía leer: “Las así llamadas Reacciones Electrónicas de Abrams no existen, salvo en la imaginación de quienes las aplican, y no tienen validez alguna. En cuanto al tratamiento con Osciloclaster, que pretende restaurar en el enfermo las condiciones electromagnéticas apropiadas, carece de cualquier valor terapeútico. Toda la técnica electrónica de Abrams, en sus numerosas variantes, no merece el menor interés. En el mejor de los casos, es una ilusión; en el peor, un colosal fraude.” Por su parte, Scientific Monthly calificaba a Abrams el mismo año como “un mentiroso encantador”



EPÍLOGO

¿Queda algo del maravilloso descubrimiento de Abrams hoy en día? Podría pensarse que no, un fraude tan claro hace ochenta años ahora parece un simple chiste. ¿No?

Lo cierto es que es más difícil acabar con la estupidez que con las cucarachas. Las terapias electrónicas siguen gozando de cierto prestigio entre las medicinas alternativas y misteriosas. No es tan famosa como otras tontadas mas de moda como la acupuntura o la homeopatía pero tiene su grupo de fans e incluso siguen vendiendo sus máquinas. Ahora la llaman radiónica y existe multitud de información publicada tanto en papel como digitalmente. Con unos cuantos añadidos psíquicos new age, los radiónicos se publicitan con frases como: “Así, los campos de energía, movimiento y vibración que ocurren en el Cosmos y en la Tierra se reproducen en cada uno de los seres vivos, que a su vez vibrarán en resonancia y armonía con ambos. No obstante, con muchísima frecuencia los seres vivos dejan de vibrar armónicamente con la energía universal y planetaria; pierden su sintonía y, si no la recuperan, surgen las enfermedades y la muerte” escrito por un tal doctor Francisco Javier Merino de la Fuente, de profesión radiónico...


Por si esto fuera poco se venden cursos a distancia con asignaturas como: “Albert Abrams «el padre de la radiónica»: La reacción electrónica. Formas de diagnóstico radiónico. Desarrollo del reflexófono y esquemas. El emanómetro de Boyd y la homeopatía. El oscilador de Taylor Jones: primer aparato terapéutico radiónico. El radioscopio de Colson. Partidarios y detractores de Abrams. El Pathoclast del Dr. Wigelsworth. El Electro Metabograph y el Magnowave.”

Como se puede ver, a la hora de timar, no hay escrúpulos en mezclar radiónica, homeopatía, reflexología y lo que haga falta en el mismo temario, aun cuando lo único que tengan en común es su utilidad para robar el dinero a los incautos... y un gran número de testimonios a su favor.



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miércoles, 16 de enero de 2008

La última misión del Indianapolis



La noche del 29 de julio de 1945, el capitán Charles B. McVay III se mantenía a flote como podía en las aguas del mar de Filipinas. Bajo sus pies, su buque, el USS Indianapolis se hundía lentamente. Cerca de un millar de hombres habían sobrevivido a las explosiones causantes del hundimiento; el mar era cálido y tranquilo y disponían de chalecos para mantenerse a flote, agua y combustible pero apenas tenían balsas salvavidas debido a la rapidez con que el Indianapolis había sido tragado por las aguas.



El Indiapolis iba al encuentro del USS Idaho por lo que la mayor parte de los náufragos esperaba un pronto rescate. Lo que no sabían era que, debido al carácter secreto de la última misión del Indianapolis, el Idaho no tenía constancia de su posición. Tampoco había sido enviada ninguna señal de socorro ya que los torpedos japoneses causantes del hundimiento habían destrozado el sistema de radio de la nave.




Y el mar estaba infestado de tiburones.






El USS Indianapolis era un crucero clase Portland construido en Nueva Jersey en 1932. Tenía un curriculum bastante notable ya que era el barco que había llevado al presidente Roosevelt en su gira oficial por América del Sur en 1936. Después de eso, se le había encargado patrullar Pacífico. Cuando estalló la II Guerra Mundial fue destinado a la II Fuerza Especial y participó en numerosas operaciones, incluida la batalla del mar de Filipinas y los ataques contra las islas de Japón, ganando diez condecoraciones. Tras el ataque de un kamikaze en Okinawa tuvo que dirigirse a San Francisco para ser reparado. Desde allí, bajo el mando del capitán McVay, partió de nuevo con una misión muy especial.



Los marineros del Indianapolis se preguntaban por el contenido de las cajas que iban en la bodega, acompañadas por un misterioso y pesado cubo metálico. Por más que especularan pocos habrían adivinado lo que estaban transportando: el plutonio y las piezas que formarían las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki.




Tras entregar su mortífera carga en Tinian, en las Marianas, McVay recibió orden de llevar el barco a Leyte, en las Filipinas, donde se encontraría con el Idaho. El alto mando sabía que en la zona había un submarino japones pero prefirieron no informar a McVay de ello, ni tomar ninguna clase de medidas. Aunque pueda sonar extraño, decisiones como ésta eran habituales debido a la curiosa paradoja a la que se enfrentaban los aliados cada vez que descifraban un mensaje enemigo. Gracias, principalmente, a la labor llevada a cabo por un grupo de matemáticos y expertos criptógrafos en Bletchley Park, los aliados habían roto la práctica totalidad de los códigos alemanes y japoneses. Podían descifrar cualquier mensaje que interceptaban; y, sin embargo, muchas veces la información obtenida no era usada por miedo a que el enemigo se percatara de que sus códigos habían sido rotos hace tiempo y los cambiara por otros. Se planearon ingeniosas operaciones tan solo para enmascarar la información obtenida de las transmisiones enemigas y poder usarla en beneficio propio. A veces, sin embargo, era mejor no arriesgarse y actuar como si no se poseyese información alguna. Y esa fue la decisión que se tomó respecto al Indianapolis, que fue enviado sin ningún tipo de escolta a navegar por las aguas del submarino japones. McVay incluso recibió la orden de no zigzaguear de noche, tan solo de día. La navegación zigzagueante se suponía efectiva contra los ataques de submarinos.




La noche del 29 de julio, el Indianapolis fue localizado por el submarino japones I-58, al mando del almirante Hashimoto. Los japoneses lanzaron seis torpedos contra el barco norteamericano. Dos de ellos acertaron de lleno. Con el sistema de comunicaciones destruido y una inclinación de tres grados, la nave se fue rápidamente a pique sin enviar señal de socorro alguna y 900 hombres quedaron flotando en el mar de Filipinas.


Muy poco tiempo después, la sangre de los heridos, atrajo a unos inesperados visitantes: tiburones tigre. Al principio solo nadaban alrededor de los náufragos pero esto duró poco. Los ataques no tardaron en comenzar. Uno a uno, los hombres eran literalmente comidos vivos por los escualos. Los marineros intentaban juntarse en grupos y chapotear para hacer frente a los animales pero servía de muy poco; cada día, decenas de ellos eran devorados entre gritos y chapoteos sin que sus compañeros pudieran hacer nada.



En tierra, nadie echo en falta al USS Indianapolis. El alto mando no se preocupo por el retraso y no fue organizada ninguna misión de búsqueda, ni siquiera cuando se interceptó una transmisión de Hashimoto informando a sus superiores de que había hundido el barco americano y que fue considerada falsa por los americanos. Los supervivientes llevaban cinco días sirviendo de comida a un enorme banco de tiburones tigre y nadie tenia ni idea ni de su situación ni de su posición. Vieron pasar aviones sobre ellos pero fueron incapaces de llamar su atención; el transporte C-14 llegó a ver las bengalas y trazadoras con las que los desesperados hombres intentaban hacerse ver pero su tripulación pensó que se trataba de un combate naval.




El rescate se debió a una extraordinaria coincidencia. Chuck Gwinn, pilotando su bombardero Lockheed Ventura en una búsqueda rutinaria de submarinos que cazar divisó una extraña mancha en el agua. Pensó que era aceite así que puso rápidamente rumbo hacia allí, pues las manchas de aceite significaban que había un submarino cerca. Cuando vio que eran hombres, avisó por radio a la base. El alto mando no podía creer lo que el piloto les estaba diciendo; tardaron más de dos horas en reaccionar y, aun cuando lo hicieron, fue mandando un sólo hidroavión de reconocimiento clase Catalina. El piloto, el teniente Marks, al llegar a la zona, comenzó a lanzar balsas salvavidas, chalecos y víveres a los náufragos. Llamó por radio a la base para confirmar la presencia de hombres en el agua y se le ordenó dar media vuelta pues todos los barcos de la zona iban a ser avisados para que se dirigieran a rescatar a los supervivientes del Indianapolis. Sin embargo cuando iba a emprender el regreso, el piloto divisó una gran mancha oscura en el agua bajo los hombres y dio una pasada rasante para ver que era aquello. Marks apenas daba crédito a lo que estaba contemplando. Al darse cuenta de que la mancha estaba formada por tiburones, decidió desobedecer las órdenes y amerizar para permitir a todos los que pudieran subir a bordo de su aparato. Cincuenta y seis hombres se encaramaron al fuselaje del hidroavión que a punto estuvo de hundirse, algunos se ataban bajo las alas con cuerda de paracaídas. Finalmente, llegó a la zona el USS Doyle y rescató a los supervivientes, incluyendo al teniente Marks que había pasado la última noche con ellos y cuyo avión estaba inservible.



De los 900 hombres que cayeron al agua, 316 fueron rescatados con vida. El resto fueron devorados por los tiburones que no dejaron de comerse vivos a los náufragos hasta que el último de ellos fue sacado del agua.




Uno de esos supervivientes era el capitán McVay. Se le sometió a juicio, por un tribunal militar, acusado de negligencia y de temeridad por no navegar en zigzag. Fue declarado culpable, pese a que el mismo almirante Hashimoto declaró en el juicio que hubiera hundido el barco con zigzagueo o sin él, ya que esta técnica evasiva no era efectiva. Nunca más se le concedió el mando de un barco y acabó suicidándose en 1968.




En la película de 1975 Tiburón, dirigida por Steven Spielberg, hay una escena en la que Quint, el veterano marinero interpretado por Robert Shaw, confiesa que es uno de los supervivientes del Indianapolis y narra lo ocurrido en memorable monólogo. Varios guionistas se disputan la autoría de este monólogo pero parece que el autor fue en realidad el mismo Robert Shaw quien, el día en que se iba a rodar la escena, llegó con un texto que había escrito la noche anterior. Era la historia del Indianapolis. A Spielberg le encantó y decidió incluirlo tal cual en la película.





El monólogo de Quint:






EPÍLOGO


La historia del Indianapolis no concluyó hasta mucho tiempo después. Y la película de Spielberg jugó un importante papel en ello.




En 1995 un niño de once años que vivía en Pensacola vio Tiburón y quedo impresionado. Le impactó sobre todo la escalofriante narración de Quint. Preguntó a su padre si todo aquello había sucedido realmente y cuando éste le contesto que sí, el niño, llamado Hunter Scott, se obsesionó con el tema. Consiguió localizar a uno de los supervivientes y, a través de él, obtuvo las direcciones de los 154 que quedaban. Envió cuestionarios a todos ellos para que le contasen lo sucedido. Todos ellos coincidían en lo injusta que fue la condena a McVay por unos errores que había cometido la Marina (no proporcionar escolta, no informar del peligro y no iniciar antes una operación de rescate), ni uno solo de ellos habló mal del trabajo de su capitán y todos estaban de acuerdo en que había sido un chivo expiatorio.




Hunter y los supervivientes consiguieron que se reabriera el caso y se formó un comité de investigación que implicó al Senado y al Congreso norteamericano. El capitán Charles B. McVay III fue rehabilitado cincuenta años después de lo sucedido en las aguas del mar de Filipinas.




FUENTES:


COFFEY, MICHAEL, Días de infamia, 1991


PAYÁN, JAVIER, Secretos y mentiras de Hollywood




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miércoles, 9 de enero de 2008

El caso del Hombre del Amanecer

El escenario del crimen

A comienzos de siglo XX la paleontología inglesa era poco más que inexistente. En la práctica totalidad de la Europa continental los restos humanos de épocas prehistóricas eran abundantes, repartidos por multitud de yacimientos. Del mismo modo, África y Asia contaban con importantes descubrimientos para la historia de la evolución humana, siendo los continentes favoritos a la hora de elegir el origen primigenio del hombre. En las Islas Británicas, por el contrario, los yacimientos eran escasos y dudosos y, sin duda, irrelevantes comparados con sus vecinos continentales. Sin embargo, la historia de los orígenes del hombre dio un giro completamente inesperado en diciembre de 1912. Arthur Smith Woodward, encargado del departamento de geología del Museo Británico de Historia Natural, anunció a la Sociedad Geológica de Londres el descubrimiento del “eslabón perdido”, nuestro ancestro primero. Y no habían sido hallados sus restos en la lejana África sino en la campiña inglesa. En una gravera cercana a Piltdown, Sussex, habían sido desenterrados los huesos del Eoanthropus dawsoni, literalmente “el hombre del amanecer de Dawson”, nada menos que el eslabón perdido entre el hombre y el mono.

Esta es la historia de uno de los mayores fraudes de la historia de la ciencia, superando tanto en fama como en consecuencias y duración, a cualquier otro de los relatados en este blog: el fraude del hombre de Piltdown.




El cuerpo

Woodward había recibido, meses atrás, unos huesos que el abogado y coleccionista de antigüedades Charles Dawson había encontrado en una cantera donde algunos obreros extraían grava para hacer una carretera. Al parecer, según contaba Dawson, el primer hueso fue encontrado por un obrero en 1908. Posteriormente, en varias visitas se llegó a encontrar un cráneo y una mandíbula, así como útiles de piedra y huesos de animales que permitían fechar el descubrimiento nada menos que hace medio millón de años.

El cráneo del hombre de Piltdown era claramente humano, aunque algo más grueso que el del hombre moderno. La mandíbula, sin embargo pertenecía sin duda a un simio. El hallazgo resolvía de un plumazo un gran número de cuestiones para las que los paleontólogos buscaban respuesta desde hace tiempo. Establecía claramente una conexión directa entre el ser humano y sus parientes simiescos y situaba geográficamente el inicio de la humanidad en las Islas Británicas, nuestro ancestro no era un salvaje de la remota selva africana sino un gentleman inglés... Por si esto fuera poco, el hombre de Piltdown resolvía las dudas sobre cuales habría sido el primer “rasgo humano” en evolucionar, ¿el bipedismo?, ¿la gran capacidad craneal?, ¿nuestra mandíbula?... El cráneo encontrado por Dawson dejaba claro que la capacidad craneal humana habría sido un rasgo temprano, presente ya junto a una mandíbula simiesca. Ésta era, oportunamente, la tesis defendida por Woodward.


El jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin, amigo de Dawson, acompañó a éste y a Woodward en futuras expediciones en busca de nuevos restos. Chardin encontró él mismo un canino de simio que sin embargo tenía un desgaste correspondiente a un ser humano. Esto confirmaba que la mandíbula y el cráneo pertenecían a un mismo individuo que poseía a la vez rasgos humanos y simiescos. Era un descubrimiento importante y, sobretodo, oportuno ya que a la mandíbula encontrada por Dawson le faltaban precisamente aquellas partes que habrían permitido unirla al cráneo...


El Eoanthropus dawsoni ocupó su lugar en los libros de paleontología como nuestro ancestro y se convirtió en la joya de la corona de los paleontólogos ingleses. En la prensa de la época se afirmaba que el hombre de Piltdown era un descubrimiento tan importante y necesario para comprender la historia humana que “si no existiera habría que inventarlo”...


Algunos científicos de primera línea como David Waterson, Gerrit Miller o Marcellin Boule se negaron a sumarse a la euforia general y afirmaban que los restos encontrados en la gravera no eran más que un cráneo humano y una mandíbula de orangután. Sin embargo, eran minoría, y el estatus del Eoanthropus dawsoni no fue puesto en duda de forma oficial ni siquiera cuando en el yacimiento se encontró un hueso de elefante tallado en forma de palo de cricket. Al parecer, más que cuestionar la veracidad de los restos esto fue usado como prueba de la antigüedad del noble deporte inglés...


La mayor parte de los involucrados en el asunto recibieron importantes recompensas por su labor científica. Woodward y Arthur Keith, autor de la reconstrucción del Eoantrhopus, fueron convertidos en barones. Dawson murió a causa de una septicemia en 1916; una estela conmemorativa fue levantada en Piltdown en su honor y convertida en monumento nacional en 1950.


La autopsia

También en 1950, pocos meses después de que fuera otorgado el grado de monumento a la estela de Dawson, Kenneth Oakley, un geólogo del Museo Británico, decidió volver a datar los restos utilizando un método ideado por el minerólogo Adolf Carnot y que él mismo se había encargado de perfeccionar. Los resultados fueron sorprendentes, el cráneo no solo no tenía quinientos mil años de antigüedad sino que difícilmente superaba los cincuenta mil.


Oakley publicó sus resultados pero apenas llamaron la atención. El geólogo sin embargo no podía olvidar las extrañas dataciones que había obtenido y sus implicaciones. ¿Qué hacia un cráneo humano de hace tan solo cincuenta mil años asociado a restos de animales del pleistoceno? Y, sobre todo, ¿por qué tenía ese cráneo una mandíbula de simio cuando en esas fechas debería tener una mandíbula claramente humana? Decidió resolver el problema y para ello solicitó ayuda a Joseph Weiner y al antropólogo Wilfred le Gros Clark. Juntos, solicitaron permiso para analizar todos los restos de Piltdown de forma exhaustiva. Publicaron sus resultados en 1953 con el título La solución al problema de Piltdown y cambiaron para siempre la paleontología conocida hasta el momento.

La mandíbula del Eoanthropus dawsoni no tenía más de mil años, pertenecía a una hembra de orangután y, por supuesto, no tenía absolutamente nada que ver con el cráneo. Los dientes no eran humanos y además estaban limados para simular el desgaste. Los restos de animales del pleistoceno encontrados en Piltdown pertenecían a yacimientos de Malta y Túnez y alguien los había llevado hasta Piltdown. Por último, los útiles de sílex eran típicos de Gafsa, también en Túnez.


Pero lo que más sorprendió a los tres científicos fue cómo una falsificación tan burda (recordemos el palo de cricket tallado en hueso) había engañado a los mejores paleontólogos de su época y continuaba haciéndolo cuarenta años después.


La noticia del fraude fue publicada en el Times el 21 de noviembre de 1953.



Los sospechosos






Charles Dawson

Indicios:

  1. Parece el candidato idóneo ya que fue él quien llevó los restos ante Woodward.

  1. Weiner, uno de los que desvelaron el fraude, lo acusa directamente.

  2. Existe una denuncia previa: un arqueólogo aficionado llamado Harry Morris poseía restos similares a los encontrados por Dawson, en uno de ellos había una nota adherida que ponía: “coloreado con productos químicos por C. Dawson con el fin de engañar”

  3. Tenía antecedentes como estafador: había plagiado un libro y, posteriormente, un artículo.

Móvil:

¿Fama?







Arthur Smith Woodward

Indicios:

No existen más allá de su papel presentando los hallazgos de Dawson.

Móvil:

Los restos de Piltdown confirmaban sus teorías científicas.







Teilhard de Chardin

Indicios:

  1. En entrevistas posteriores al descubrimiento del fraude entró en múltiples contradicciones e hizo afirmaciones dudosas.

  2. Negó haber tenido acceso a restos de animales como los que fueron dejados en Piltdown; sin embargo, sabemos que viajó frecuentemente a Túnez y a Malta.

Móvil:

Desconocido







Arthur Keith

Indicios:

  1. Tenía los conocimientos necesarios para falsificar el cráneo y la mandíbula.

  2. En su autobiografía comete algunas contradicciones. Afirma conocer detalles anteriores a la salida a la luz de los restos que probarían una relación anterior con Dawson.

Móvil:

¿Prestigio?







Arthur Conan Doyle

Indicios:

  1. Sí, el padre de Sherlock Holmes aparece de nuevo ligado a un fraude. Doyle era amigo de Dawson y vivía en la zona donde fueron encontrados los restos.

  2. También había estado en Malta y en Túnez, además sus viajes le habían llevado hasta Borneo donde le habría sido fácil conseguir la mandíbula de orangután.

  3. Era un gran aficionado al cricket

Móvil:

¿Diversión?




Hay muchos más sospechosos que incluyen hasta a los obreros que trabajaban en la gravera pero nadie sabe quien o quienes fueron los autores del fraude de Piltdown.

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