viernes, 28 de marzo de 2008

Sin signos de vida


AVISO: Esta entrada alberga contenido que puede resultar desagradable a algunos lectores. Avisados quedáis.

Durante siglos, asegurarse de que alguien estaba realmente muerto ha sido un auténtico problema para los médicos. El estetoscopio no fue inventado hasta el siglo XIX y a los primeros modelos sería más correcto llamarlos trompetillas que estetoscopios. Si los latidos del corazón eran débiles debido a alguna enfermedad, el médico no tenía modo alguno de saber si el paciente estaba muerto salvo esperar al único síntoma que no engañaba: la descomposición. Por este motivo se crearon las morgues de espera, para tener un lugar donde poder guardar el presunto cadáver un tiempo prudencial.


Algunos médicos decidieron solucionar el problema ideando métodos de reanimación que pudieran demostrar que el muerto estaba muerto de verdad. Mary Roach, en Fiambres, La fascinante vida de los cadáveres, hace una descripción de los sistemas más curiosos inventados para esta labor. A pesar de haber buscado bastante no he encontrado apenas más información así que os copio un par de párrafos donde Roach habla de este tema ya que no puedo aportar nada más. Después de leerlo, yo no he conseguido decidir aún si estas técnicas eran para comprobar si el paciente estaba muerto o para asegurarse de que lo estaba. Espero que os guste.

Al parecer, las técnicas se dividían en dos categorías: las que trataban de despertar al paciente de su pérdida de conciencia causándole terribles dolores y las que implicaban cierto grado de humillación. Se les cortaban las plantas de los pies con cuchillas de afeitar y se les clavaban alfileres bajo las uñas. Se les maltrataba el oído con fanfarrias de cornetas, “chillidos espantosos y ruidos excesivos”. Un clérigo francés recomendaba meterles un hierro al rojo por lo que Bondeson denomina “la puerta de atrás”. Un médico francés inventó un juego de tenazas para pezones adaptado a este menester. Otro ideó un artilugio semejante a una gaita para administrarles enemas de tabaco, con el que realizó entusiastas demostraciones en las morgues de París. Jacob Winslow, un anatomista del siglo XVII, alentaba a sus colegas a verter cera española hirviendo en la frente del paciente y llenarle la boca de orina tibia. Un folleto sueco sobre el tema proponía introducir un insecto no volador en la oreja del paciente. Sin embargo, por su simplicidad y originalidad, ninguna de estas técnicas puede compararse a la de meter “un lápiz bien afilado” por la nariz del presunto cadáver.


En ocasiones no quedaba muy claro quien era el más humillado si el paciente o el doctor. El médico francés Jean Baptiste Vincent Laborde llenó páginas y páginas con su descripción de una nueva técnica de reanimación que consistía en estirar acompasadamente de la lengua del paciente durante un mínimo de tres horas. (Más tarde inventaría una máquina estira-lenguas que, dotada de un manubrio, hacia la tarea un poco más agradable, aunque no menos tediosa.) Otro galeno francés exhortaba a sus colegas a meterse un dedo del paciente por el oído y tratar de escuchar el zumbido producido por el movimiento reflejo de los músculos.


FUENTE

ROACH, MARY, Fiambres, La fascinante vida de los cadáveres, trad. Alex Gilbert



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miércoles, 26 de marzo de 2008

La trama Hofmann


El 15 de octubre de 1985, a las siete de la mañana, Steve Christensen, coleccionista de documentos antiguos, volaba por los aires al abrir un paquete con una bomba casera que acababa de llegar a su oficina, en Salt Lake City. Un par de horas después, Kathy Sheets, esposa del socio de Christensen, recibió un paquete bomba similar en su casa. También murió a causa de la explosión.


La empresa de Christensen y Sheets estaba en bancarrota y la policía manejó la hipótesis de que los asesinatos fueran obra de algún deudor vengativo. Pero al día siguiente, también en Salt Lake City, una tercera bomba estuvo a punto de acabar con la vida de Mark William Hofmann cuando arrancaba su coche. Hofmann, que acabó malherido, no era socio de Christensen y Sheets pero sí habían tenido una relación previa. Hofmann era un importante especialista en libros y documentos antiguos impresos en Norteamérica, y había vendido varios papeles de extraordinario valor a la Iglesia Mormona. La empresa financiera que dirigían Christensen y Sheets, CFS, había aconsejado a los lideres mormones la compra de los documentos descubiertos por Hofmann.


Sin embargo, Hofmann era conocido por asuntos mucho más importantes. Era el descubridor del documento, impreso por los colonos norteamericanos, más antiguo conocido: The Oath of a Freeman, un juramento de los primeros ciudadanos de Massachussets. Hasta entonces, el documento más antiguo que se conservaba impreso en las colonias norteamericanas era el Bay Psalm Book, que data de 1640. Se tenía constancia de que The Oath of a Freeman había existido y que se habían hecho cincuenta copias del documento en 1639; incluso se conocía su contenido, pero se creía que todas las copias se habían perdido. El laboratorio de la Universidad de California realizó las pruebas de datación por radiocarbono a la tinta del juramento y estableció una antigüedad aproximada similar a la del Bay Psalm Book. El papel también era el correcto por lo que todo parecía indicar que el documento era auténtico y había salido de la misma imprenta que el Bay Psalm Book, pero un año antes, en 1639. La Biblioteca del Congreso compró el documento a Hofmann por un millón de dolares.

Hofmann también era famoso por haber sacado a la luz, un par de años antes, la Carta Salamandra, un importante documento que atacaba directamente al fundador de la Iglesia Mormona acusándolo de ser practicante de magias oscuras. La Carta Salamandra tenía especial valor ya que databa de la época en que fue fundada la Iglesia y supuestamente estaba escrita por un mormón arrepentido.


¿Qué había detrás de todo esto? Dos ejecutivos, coleccionistas de libros antiguos, reciben un paquete bomba cada uno, aunque es la mujer de uno de ellos la victima de la segunda bomba. Al día siguiente otra bomba está a punto de acabar con un importante especialista en textos antiguos norteamericanos que recientemente había hecho un descubrimiento enormemente importante -The Oath of a Freeman- y que, además, estaba enemistado con la Iglesia Mormona. Iglesia con a la que él mismo había vendido anteriormente documentos por valor de decenas de miles de dolares en operaciones llevadas a cabo por los dos ejecutivos que habían recibido las bombas.


Extraños documentos centenarios, asesinatos, mormones, libros perdidos... La historia tiene los ingredientes adecuados para acabar hablando de conspiraciones, tramas ocultas y misteriosas, o conocimientos secretos que deben permanecer alejados de los ojos de los mortales. La cosas, en realidad, fueron muchísimo más mundanas.


Primeros pasos en el difícil arte del engaño


Hofmann nació en Salt Lake City en 1954. Su familia, mormona por supuesto, era extremadamente religiosa y Hofmann fue enviado de misionero a Bristol cuando tenía diecinueve años. En Inglaterra se aficionó a los libros antiguos, sobretodo aquellos que trataban sobre la religión mormona. Los compraba en los numerosos mercadillos de objetos antiguos que existían en Bristol, así como en librerías de viejo. Pronto acumuló una importante colección.


Poco después de regresar a Estados Unidos, Hofmann mostró a un amigo un valioso ejemplar de la Biblia del Rey Jaime. En su interior había un sobre que que parecía muy antiguo y que Hofmann decía haber encontrado allí. Lo abrió frente a su amigo y descubrió en su interior una carta de Martin Harris fechada en 1828. La carta tenía enorme importancia para los practicantes de la fe mormona ya que Harris fue el primer discípulo de Joseph Smith, el fundador de la Iglesia Mormona. Además, si la fecha era correcta, la carta fue escrita dos años antes de la publicación del Libro del Mormón, de Smith, en 1830. Los mormones examinaron el documento y declararon que era auténtico; se lo compraron a Hofmann por 20.000 dólares y un ejemplar de la primera edición del Libro del Mormón. Está fue la primera de las numerosas falsificaciones que Hofmann vendió a la Iglesia Mormona. Eran imperfectas comparadas con sus trabajos posteriores pero los mormones pagaban miles de dólares por ellas y Hofmann pudo abrir un negocio de libros antiguos. Con el tiempo perfeccionó sus falsificaciones con lo que pudo vender documentos a mayor diversidad de compradores, no solo a la Iglesia Mormona.


En 1985 Hofmann aseguró a un conocido que había descubierto el documento más importante de la historia de los Estados Unidos.



La falsificación perfecta


Una vez decidido el documento a falsificar, Oath of a Freeman (Juramento de un hombre libre1), lo que más preocupaba a Hofmann era cubrirse las espaldas sobre su procedencia. Para ello usó un trozo de papel envejecido en el que imprimió un viejo poema. Encabezó el texto con el título The Oath of a Freeman y le puso una etiqueta de precio por 25 dólares, luego lo dejó en el cajón de las gangas de los almacenes Argosy Company. Dos días después volvió, cogió el papel así como otros cuatro documentos baratos del cajón y pidió a la cajera que le hiciera una factura detallada por la compra de los cinco artículos. En cuanto salió de la tienda se aseguró de destruir el papel con el poema sin valor. Ya tenía lo que quería: una factura probando que había encontrado The Oath of a Freeman en aquellos almacenes, entre papeles viejos, y había pagado por él.


Ahora venía la parte difícil. Falsificar el juramento. Primero se hizo con un facsímil del Bay Psalm Book, impreso en la misma imprenta en la que se habían hecho las cincuenta copias del juramento y lo fotocopió. Recortó todas las letras y las pegó en otro folio conformando el texto de The Oath of a Freeman y rodeándolas de una cenefa de flores. Volvió a fotocopiarlo todo y acudió a un grabador para que le fabricara una plancha de zinc con todas las letras y motivos para imprimir. Luego limó y desgastó los bordes de las letras metálicas de la plancha para simular el uso prolongado que probablemente presentaban los tipos originales.


Para hacer la tinta recurrió a una mezcla de linaza similar a las usadas en las primeras imprentas. Después redujo a minúsculos fragmentos parte del cuero que encuadernaba un libro del siglo XVII y mezcló los trocitos con la tinta. Este simple truco sirvió para que las pruebas realizadas por los laboratorios de la Universidad de California establecieran que la tinta tenía la antigüedad correcta. También le añadió goma arábiga para que se agrietara como en los textos antiguos. Por último, una pizca de sosa caustica le dio el tono marronaceo adecuado.


Ya tenía la tinta y la plancha de zinc que simularía una imprenta del siglo XVII. Solo faltaba el papel. Hofmann dejó que la hoja se enmoheciera antes de imprimirlo. Después, ya con el texto, la introdujo en una cámara de ozono para oxidarla y atenuar la tinta.

Hofmann engañó a todos los expertos que se lanzaron a examinar el documento y consiguió venderlo a la Biblioteca del Congreso por un millón de dólares.


Cortina de humo

A pesar de que la falsificación del Hofmann había superado todos los análisis y pruebas que habían realizado los expertos, las sospechas sobre el mormón estafador llegaron del lugar más inesperado. Theodore Cannon, abogado del condado, tenía diecisiete años de experiencia como técnico de prensas de copiado. En cuanto vio el “Juramento...” se dio cuenta de que había algo que olía mal en aquel documento y levantó la voz de alarma.


Hofmann, ahogado por las deudas, veía como los compradores de sus últimas ventas, incluyendo Oath of a Freeman, se negaban a pagarle hasta que el asunto se esclareciera. En ese momento, Hofmann, que hasta entonces se había comportado de forma sumamente inteligente, tomó su decisión más estúpida: crear una cortina de humo con unas serie de atentados al mismo tiempo que quitaba de en medio a posibles testigos en su contra. Él mismo fabricó las bombas con las que pensaba llevar a cabo su plan. Eliminó a Christensen y, por error, asesino también a la mujer de Sheets con una bomba destinada a su marido. La tercera bomba sigue planteando problemas hoy en día ya que Hofmann, que actualmente cumple cadena perpetua, siempre se ha negado a decir nada sobre ese tema pese a que confesó voluntariamente los otros asesinatos y las falsificaciones. Pudiera ser que estuviera destinada a Brent Ashworth, otro coleccionista de textos antiguos que había hecho negocios con Hofmann. Otra hipótesis es que la tercera explosión fuera un intento de suicidio. Pero la teoría más probable, tanto para la policía como para los medios, es que Hofmann intentara usar esa bomba para simular un intento de asesinato en el que él era la víctima. La coartada podría haberle costado la vida y, de hecho, le causó gravísimas heridas. Puede que la vergüenza que conllevaría confesar una idea tan estúpida haya mantenido cerrada la boca de Hofmann durante años.

Días después de los asesinatos, cuando la policía ya tenía claro quien era el culpable, Theodore Cannon, el abogado impresor, descubrió finalmente el error de Hofmann. Tal como había sospechado, la clave estaba en las distancias entre las líneas. En una imprenta, los tipos móviles se enganchan en unos soportes para formar la plancha final. Estos soportes hacen que la distancia entre cada línea tenga que ser igual o mayor a la altura del mayor carácter usado. Así mismo, los motivos decorativos como el usado por Hofmann tambíen debían estar a una distancia mínima del texto debido a los soportes adicionales que había que añadir a la plancha. Midiendo las distancias que había usado Hofmann, Cannon dedujo fácilmente que aquel texto no había salido de ninguna imprenta. Al poco tiempo, Hofmann confesó los asesinatos así como las falsificaciones vendidas a los mormones y el fraude de Oath of a Freeman. Fue condenado a pena de muerte pero finalmente fue conmutada por cadena perpetua. Hasta hoy, Hofmann ha intentado suicidarse tres veces en la carcel.

EPÍLOGO

Hofmann no admitió haber realizado más falsificaciones que las antes citadas a pesar de que sí que llevó a cabo bastantes más. En 1997 la casa de subastas Sotheby´s vendió a la Biblioteca Jones un poema original manuscrito de Emily Dickinson. Tiempo después se descubrió que era una falsificación de Hofmann. Nadie sabe cuantos "antiguos documentos" creados por Hofmann siguen en circulación.



Más

BRIAN INNES, Fakes & Forgeries, 2006

http://www.media.utah.edu/UHE/h/HOFMAN,MARK.html
http://findarticles.com/p/articles/mi_m1511/is_v7/ai_4081543
http://www.utlm.org/onlinebooks/trackingcontents.htm



1La traducción de freeman por hombre libre es bastante discutible pero desconozco un término en castellano para esta palabra. Un freeman era un ciudadano libre de deudas y obligaciones legales. El texto lo tenían que jurar los primeros colonos de Massachussets.





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sábado, 15 de marzo de 2008

La favorita del doctor

Elizabeth Ovitz se ganaba la vida viajando de pueblo en pueblo junto a sus hermanos, todos músicos y comediantes. Su padre, el rabino Shimshon Isaac Ovitz, era una persona importante y respetada en Transilvania. Murió cuando Elizabeth tenía nueve años dejando a sus hijos y a su joven esposa sin ninguna fuente de sustento. Su madrastra fue quien decidió que Elizabeth y sus ocho hermanos recibieran educación musical, esperando así que dispusieran de un modo de ganarse la vida. La banda formada por la familia viajaba por los países de Europa central, bajo el nombre de la Liliput Troupe, interpretando jazz y realizando actuaciones. La razón del nombre escogido para la banda se debía a que siete de los nueve hijos del rabino Ovitz habían heredado una característica importante de su padre. Eran enanos. En concreto, padecían pseudoacondroplasia, lo que causaba la pequeñez de sus extremidades.


Precisamente, ser portadora de esta rara mutación fue el motivo de que su doctor depositara en Elizabeth especial atención. Según lo describían sus colegas era un hombre amable, atractivo y sumamente educado. Además, se decía que su carrera no había hecho más que comenzar. Su propio mentor, Von Veurscheur, le había recomendado aceptar su nuevo destino para aprovecharse de las ventajas que se pondrían a su alcance o como él dijo “las extraordinarias oportunidades de investigación”


Este médico, sumamente interesado en el caso de Elizabeth Orvitz y sus hermanos, se llamaba Josef Mengele, oficial médico de la zona del campo de Auschwitz conocida como Pabellón Gitano.


Elizabeth se casó en 1942 con Yoshko Moskovitz, un representante teatral que estaba loco por ella. Diez días después de la boda Moskovitz fue detenido y obligado a formar parte de un batallón de trabajo. Elizabeth no volvería a verlo hasta después de la guerra. Pese al peligro que suponía, los Orvitz continuaron con sus actuaciones, aunque con identidades falsas. Consiguieron escapar a los nazis hasta 1944, año en que finalmente fueron capturados en Hungria.



Los hermanos, apiñados en un vagón junto a decenas de personas, llegaron a su destino, el Pabellón Gitano de Auschwitz. Una vez los portones fueron abiertos y los prisioneros obligados a bajar, Elizabeth contempló una imagen que se repetía con cada tren que llegaba y que han descrito con escalofríos todos los que aun viven para recordarla. Un erguido oficial, con su uniforme impecable y ni un solo pelo fuera de sitio, se paseaba entre los confundidos recién llegados. Con él caminaban algunos subordinados, igual de estirados pero un paso por detrás. Siempre con una sonrisa en el rostro y excelentes modales, Mengele comunicaba a los soldados en que fila debía ir cada hombre, mujer o niño. Había dos filas, izquierda y derecha. Elizabeth no volvió a ver a ninguno de los elegidos para formar la fila izquierda. De los edificios a los que fueron conducidos surgían oscuras columnas de humo. La máquina de matar que era Auschwitz funcionaba en esos días a pleno rendimiento.

Pero la familia Osvitz tuvo “suerte”. Mengele quedó inmediatamente impresionado por su malformación y los mandó a la fila derecha sin dudarlo; se sentía especialmente fascinado por Elizabeth con quien siempre era amable e incluso bromeaba. Los Ovitz vivían separados, en su propia celda para que no fueran aplastados por el resto de internos. Conservaban sus ropas y comían a diario la misma comida que los soldados. A cambio de estos privilegios pagaron un precio muy alto, convertirse en los cobayas favoritos de Mengele durante siete meses. El médico estaba encantado con los Ovitz y llegó a decir: “Ahora tendré trabajo para los próximos veinte años; ahora la ciencia tendrá un tema interesante en el que pensar” Se enorgullecía de disponer de ellos para sus experimentos y preparaba conferencias para sus superiores en las que, mientras él exponía sus demenciales teorías, los hermanos permanecían desnudos exhibidos sobre una tarima.


Las prácticas de Josef Mengele no pueden ser descritas mejor que en estas palabras de la propia Elizabeth:

Los experimentos más terribles de todos eran los ginecológicos. Sólo los sufrían las que estaban casadas. Nos ataban a la cama y comenzaba la tortura sistemática. Nos inyectaban cosas en el útero, nos extraían sangre, nos hurgaban, nos agujereaban y nos sacaban muestras. El dolor era insoportable. El médico que dirigía los experimentos se compadeció de nosotras y solicitó a sus superiores que los detuvieran para no poner en peligro nuestras vidas. Resulta imposible expresar el intolerable dolor que padecíamos y que continuaba durante muchos días después de que los experimentos hubieran cesado.

No sé si nuestro físico influyó en Mengele o si los experimentos ginecológicos sencillamente se completaron. En cualquier caso, los detuvieron y comenzaron otros. Nos extrajeron líquido de la médula espinal y nos enjuagaron los oídos con agua extremadamente fría o caliente, lo que nos hacía vomitar. Posteriormente comenzó la extracción de pelo, y cuando ya estábamos a punto de derrumbarnos, iniciaron dolorosas pruebas en las regiones del cerebro, la nariz, la boca y las manos. Todas esas pruebas están totalmente documentadas con ilustraciones.


Cuando no estaban en el laboratorio, Mengele se comportaba con total naturalidad con los Ovitz. El más pequeño de la familia no llegaba a los dos años y estaba desnutrido y lleno de heridas por las extracciones de sangre, sin embargo, Mengele lo cogía entre sus brazos, jugaba con él y se llamaba a si mismo su tío.


No sé cuanto tiempo habría pasado hasta que Mengele hubiera considerado necesario ejecutar a alguno de los Ovitz para diseccionarlo como acababa haciendo con muchos de sus pacientes, o extrayéndoles los ojos, o inyectándole extrañas sustancias en la cabeza para cambiar el color de su pelo, o dejándolos paralíticos tras hurgar en su médula espinal. Pero el Ángel de la Muerte, como le llamaban, recibió noticias de la próxima caída de Alemania y abandonó el campo. Diez días después las tropas soviéticas llegaron a Auschwitz y liberaron a los prisioneros. Tras siete meses, los Ovitz eran la única familia que había entrado en Auschwitz y salido de allí con todos sus miembros vivos.

Elizabeth Ovitz volvió a recorrer los caminos con la compañía familiar una vez acabada la guerra. Pero el dinero escaseaba cada vez más y tuvieron que viajar a Estados Unidos. La situación allí no era mucho mejor y Elizabeth vivió sus últimos años en Israel, lugar al que nunca consiguió adaptarse.


Mengele consiguió escapar a Sudamérica, probablemente gracias a las Rat Lines1. Vivió en Argentina trabajando de juguetero con una identidad falsa. Cuando fue descubierto por un cazanazis e Israel solicitó la extradición, el gobierno de Argentina negó tener conocimiento de la residencia de Mengele y lo ayudó a escapar. Ni el Mossad ni ninguno de los numerosos investigadores dedicados a la caza de criminales de guerra nazis consiguió volver a encontrar a Mengele. En 1979 murió en una playa de Brasil.

El nombre de Mengele se suele citar como ejemplo de los horrores a los que se llega en nombre de la ciencia. No niego que no existan científicos que realicen prácticas fraudulentas, que tengan conductas sádicas o hagan experimentos de moralidad cuestionable. Pero no es el caso de Mengele. Mengele era un demente pero no era un científico. Sus prácticas no tenían el más mínimo sentido, eran absurdas, salidas de una pesadilla; llegó a intentar crear unos siameses artificiales uniendo los sistemas circulatorios de dos gemelos. En su locura, Mengele se hizo fabricar un par de ojos de cristal copia exacta de los de Elizabeth para su colección, compuesta tanto de ojos de cristal como reales de diversas tonalidades. Nadie sabe la finalidad de esta colección de horrores. La contribución de Mengele a la ciencia es similar a la de un niño que quema hormigas con una lupa y sus experimentos carecen del más mínimo valor científico. Mengele sólo era un sádico asesino al que su gobierno proporcionaba víctimas, financiación e instrumental.


Fuente

Leroi, Armand Marie, Mutantes, 2004

http://en.wikipedia.org/wiki/Josef_Mengele
http://en.wikipedia.org/wiki/Auschwitz_concentration_camp
http://www.auschwitz.dk/
http://www.candlesholocaustmuseum.org/

1 Rat Lines era como se conocían las vías de escape que los servicios de inteligencia del Vaticano proporcionaban a criminales de guerra nazis.

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miércoles, 12 de marzo de 2008

Wimbledon contra Cádiz

La vida de Edward Cecil, pese a su notable carrera al frente de tropas inglesas en el continente, distaba mucho de parecerse a la de su abuelo. Mientras que éste había sido primer ministro durante los años de la reina Isabel, Cecil no tenía en su haber más que algunas victorias de juventud. Pero de aquello hacía más de veinticinco años y, a sus cincuenta y tres años, no parecía destinado a convertirse en héroe nacional. Al mando de tropas holandesas en los Paises Bajos era considerado un competente oficial. Uno más.



Sin embargo, en 1625, la oportunidad se presentó ante Cecil. Una carta del duque de Buckingham, George Villiers, con el que últimamente había trabado una buena relación le ofrecía la oportunidad de convertirse en un nuevo Drake. Buckingham planeaba una expedición contra España pero su salud se había debilitado y el rey insistía en mantenerlo ocupado realizando tareas diplomáticas. Lo que Buckingham pedía a Cecil era que se hiciera cargo de la flota inglesa en su asalto a aguas españolas. Una oportunidad única de conseguir fama y renombre.


El plan era una idea de Buckimgham, así que él mismo se encargó de planear la expedición, escoger a los comandantes y pertrechar naves y hombres. La excusa para atacar era el tratamiento que se le había dado en España cuando acudió, con el Príncipe de Gales, a solicitar la mano de la infanta María para el heredero inglés. Más probable parece que lo que Buckimgham quería reparar no era el honor sino el bolsillo, y que su objetivo real fuera la plata que llegaba a España desde América, intentando repetir las hazañas de la época isabelina. Fuera cual fuera el motivo de este ataque lo que es seguro es que no era una buena idea. El ejército inglés llevaba un cuarto de siglo sin entrar en acción, su dominio de los mares no era el que fue (ni el que volvería a ser) y ni Buckimgham ni el rey Carlos tenían una idea muy clara de como llevar a cabo la operación ni de lo que esperaban conseguir.




Cecil puso todo su empeño en llevar a buen puerto el ataque y devolver a su país la gloria perdida. No fue suficiente, sin embargo, su buena voluntad para culminar con éxito el asalto a Cádiz.










Los hombres de Cecil


Como buen comandante, Sir Edward Cecil quiso conocer a los hombres que iba a tener bajo sus órdenes. Se habían reclutado 10.000 soldados, una fuerza más que considerable. Pero no se parecían en nada a los hombres que Cecil había liderado en los Países Bajos, que llevaban casi un siglo de guerra permanente. Buckimgham había reclutado de manera forzosa a gran parte de los hombres. Se reclutaban deudores de Buckimgham o de sus amigos, amantes de esposas de cornudos a los que el duque debía favores, enemigos políticos... El resto del ejército se completó con reos. Entre estos “soldados” había retrasados mentales, lisiados, enfermos y varios hombres de más de sesenta años.


A la espera de embarcar, los "reclutas" fueron alojados en pensiones, establos o simplemente dormían por las calles. Para que no causaran disturbios, Buckimgham decidió que todas las armas estuvieran en las naves de modo que no tuvieran acceso a ellas en suelo inglés. Esto impidió que los hombres se familiarizasen ellas ya que algunos de ellos no habían tenido nunca un mosquete en sus manos. Tampoco había uniformes disponibles y la mayoría de ellos iban envueltos en harapos. Cecil escribió una carta al rey quejándose de que muchos de los soldados bajo su mando no tuvieran ni siquiera pantalones.

Ya que el ejército del que iba a disponer para desembarcar no era lo que se dice una fuerza de élite, Cecil puso sus esperanzas en la gloriosa Armada Inglesa. Pero, como hemos dicho, las cosas ya no eran como antes. La última expedición a tener en cuenta por las naves del Reino Unido había sido precisamente una expedición contra Cádiz en la que se obtuvo un importante éxito sobre las tropas españolas, además de un sustancioso botín. Pero de aquello hacía ya tres décadas.


La fuerza reunida era notable, casi cien buques iban a participar en la operación. Pero, a pesar de la cantidad, la calidad dejaba mucho que desear. Sólo había nueve grandes galeras de guerra, las acompañaban veinte mercantes armados y el resto eran buques carboneros de Newcastle cargados con cañones. Y ni siquiera las galeras eran nada del otro mundo, databan de la época de la Armada Invencible, la mayoría de ellas aun conservaban las mismas velas y cuerdas y sus cascos no habían sido limpiados ni reparados. Por si esto fuera poco, las provisiones embarcadas eran escasas y estaban en mal estado ya antes de partir. Como detalle positivo, quince barcos holandeses al mando de Guillermo de Nassau, bastardo del príncipe Mauricio, reforzaron la flota inglesa.

Quedaba una última esperanza para Cecil: los mandos. Pero los comandantes elegidos por Buckimgham no tenían ninguna experiencia. El duque había dejado de lado a los veteranos comandantes y había puesto al mando de los barcos a sus amigos.


Cecil no se desesperó y preparó minuciosamente un libro con los detalles de la operación, las órdenes generales y las señales que se iban a emplear. Una copia de este libro debía ser entregada a cada capitán. Es posible que hubiera sido útil de no ser por que no llegó a manos de sus destinatarios hasta que las naves regresaron de la expedición.


Antes de partir, Cecil fue nombrado vizconde de Wimbledon. Se supone que para afianzar su autoridad frente al resto de capitanes, también pares.



El viaje

Tras un amago en que la flota fue dispersada por una tormenta, y hubo de volver a reunirse en Plymouth días después, las naves zarparon definitivamente rumbo a Cádiz. Nada más partir, comenzaron los problemas. Las galeras comenzaron a hacer agua y gran parte de sus hombres estaban empleados a tiempo completo achicando agua. La Lyon tuvo que regresar ya que estaba a punto de hundirse.


Las deficiencias de la labor de aprovisionamiento se hicieron notar a los pocos días. La comida era escasa y estaba en mal estado. Cecil se vio obligado a imponer racionamiento de provisiones nada más comenzar el viaje.

El tiempo tampoco ayudó demasiado. Las tormentas los acompañaron durante todo el recorrido. La Long Robert se hundió con todos sus hombres y el resto de barcos sufrieron importantes daños. Se perdieron la mayoría de las lanchas en las que iban a ser desembarcados los hombres. La comida, ya de por si asquerosa, se humedeció y comenzó a pudrirse. La pólvora estaba mojada y las vías de agua en las naves se multiplicaban.


Pese a todo lo dicho, la flota inglesa llegó finalmente a Cádiz.


En Cádiz

La primera sorpresa desagradable que se llevó Wimbledon cuando llegó a su destino procedía de sus propias bodegas. Cuando se abrieron las cajas donde iban las armas se descubrió que más de la mitad de los mosquetes carecían de un detalle importante, no tenían boca. La mayor parte de la munición era del calibre equivocado y muchos de los moldes para fabricar más se habían deformado durante las tormentas.


Pero Cecil había tenido tiempo de acostumbrarse a los desastres durante el viaje y no se dejó vencer por la adversidad. Ordenó a Essex que dirigiera su escuadra hacia el Puerto de Santa María y fondeara allí para establecer una cabeza de puente y que el resto de naves pudieran desembarcar a los hombres. Essex, sin embargo, tenía otras ideas en mente. Su padre había sido un héroe del famoso asalto a Cádiz de 1596 y Essex estaba decidido a repetir las hazañas familiares. A toda velocidad encaminó sus naves, con el Swiftsure, su buque insignia a la cabeza, en dirección a los galeones españoles fondeados en la bahía. Wimbledon observó impotente desde su galera como Essex, desobedeciendo sus órdenes, se lanzaba en solitario al ataque y era frenado por las baterías de artillería de Cádiz el tiempo suficiente para que todos los barcos españoles escaparan. Los ingleses perdían así cualquier oportunidad de capturar los galeones españoles.

Los más de cien buques se quedaron entonces fondeados en plena bahía de Cádiz sin que su comandante tuviera muy claro que hacer a continuación. La oportunidad se presentó por sorpresa. Los ingleses tenían una quintacolumna inesperada en Cádiz. Jenkinson era un comerciante inglés que en ese momento hacia negocios en la ciudad española. Cuando divisó a la flota inglesa se apresuró en remar a través de la bahía hasta el buque insignia para informar a Wimbledon de que Cádiz estaba completamente desprotegida. Apenas unas decenas de hombres formaban la guarnición de la ciudad y si los ingleses atacaban ahora podrían obtener fácilmente una importante plaza en la península. La oportunidad era única y cualquier comandante decidido probablemente la habría aprovechado sin dudarlo pero Wimbledon peco de prudencia. Pensó que antes de atacar Cádiz debía cortar las vías de llegada de refuerzos. Wimbledon consideraba imprescindible tomar El Puntal antes de intentarlo con Cádiz para guardarse las espaldas. Ordenó a los barcos holandeses y a los carboneros que atacaran el fuerte con toda su artillería. Los carboneros desobedecieron las ordenes y se quedaron atrás deliberadamente. Los holandeses se quejaron de que estaban enfrentándose ellos solos a todo El Puntal (en realidad era una pequeña guarnición) y los carboneros fueron obligados por Wimbledon en persona a participar en el ataque. Poco después los holandeses se volvían a quejar, esta vez para pedir que los carboneros se largaran lo más lejos posible. Al parecer, tenían tan mala puntería que los proyectiles pasaban más cerca de los propios holandeses que del fuerte.


Cuando, tras el intensivo bombardeo, se decidió el desembarco las cosas no fueron mucho mejor. Sir John Burroughs, desobedeciendo las órdenes de Wimbledon, desembarcó justo debajo del fuerte y él y sus hombres fueron rápidamente barridos por la artillería del Puntal.


Finalmente, tras veinticuatro horas desde la decisión de tomar el fuerte, éste estaba en manos de los ingleses. Pero lo cierto es que ya daba igual. Mientras un pequeño grupo de hombres defendía el fuerte frente a los ingleses, el gobernador de Cádiz había mandado un mensaje pidiendo ayuda al duque de Medina Sidonia. Éste había mandado su ejercito a la ciudad mientras los ingleses luchaban por El Puntal y ahora Cádiz era inexpugnable.


Antes, Wimbledon se encontraba en mitad de la bahía de Cádiz, al mando de cien naves y sin saber que hacer. Ahora estaba al mando de diez mil hombres, en tierra enemiga y seguía sin tener la más mínima idea de que hacer a continuación. Llegaron rumores de que se habían divisado barcos españoles en el puente de Zuazo así que decidió acudir con su ejército a intentar asaltarlos. Cuando se descubrió que era una falsa alarma, Wimbledon tomó una decisión realmente extraña. Decidió seguir avanzando sin un propósito definido. Y no es una especulación de los historiadores sobre lo que había en la cabeza de Cecil sino que él describe así sus pensamientos en un relato posterior de la expedición:


Parece que se trataba de una falsa alarma. Pero puesto que ya hemos avanzado tanto, si os parece podríamos continuar haciéndolo. Quizá sepamos algo o veamos algún enemigo. De no ser así, por lo menos sabremos cómo es ese puente del que tanto hablan.


Cuando el ejercito estaba atravesando las salinas de la zona se llevaron una nueva y desagradable sorpresa. Nadie había desembarcado provisiones ni agua. Wimbledon mandó un grupo de hombres de vuelta a los barcos a por ellas y nunca más volvió a saber de ellos. Así estaban, sin agua en mitad de unas salinas, en territorio enemigo y avanzando a ciegas. Cuando los hombres estaban al borde de la rebelión, llegaron a unos edificios propiedad de Medina Sidonia. Al inspeccionarlos descubrieron que sus habitantes habían huido y decidieron acampar a pasar la noche. Los sedientos soldaron vieron el cielo cuando descubrieron lo que se escondía en las bodegas de los caserones. Vino. Barriles y más barriles de Jerez que se apresuraron a saquear. Este incidente es el origen de una teoría (leyenda más bien) que afirma que el objetivo real de los ingleses era hacerse con el preciado vino que ellos llamaban sherry. No pongo en duda la calidad de este vino pero parece poco probable el envió de toda la flota inglesa para robar unos barriles de Jerez.


Wimbledom se encontró entonces rodeado de una turba de hombres hambrientos, al borde de la rebelión y, además, borrachos. Intentó impedir que se distribuyera el alcohol pero fue peor aún. Cuando los oficiales intentaron llevarse el vino los soldados dispararon contra ellos y el mismo Wimbledon hubo de ser protegido por su guardia personal.


El espectáculo al día siguiente era desolador. Diez mil hombres desperdigados, débiles y resacosos estaban tirados por lo suelos. Wimbledon comprendió por fin que aquello no tenía sentido alguno y emprendió el regreso a los barcos con los hombres que pudieron seguirle. De los que se quedaron atrás dieron cuenta los hombres de Medina Sidonia.


Una vez embarcado, Wimbledon aún intentó un par de asaltos a barcos españoles que venían de América perdiendo los ingleses unos cuantos buques. Finalmente, sin haber podido conseguir ninguno de los objetivos de la expedición Wimbledon puso rumbo a las islas británicas.


La vuelta al Reino Unido fue mucho peor que la ida. No se había conseguido aprovisionar las naves y los hombres estaban enfermos. Las vías de agua eran peores y muchos barcos se hundieron. Otros, con toda su tripulación enferma o muerta de hambre acababan perdidos a la deriva. Meses después continuaban llegando a las islas barcos que habían formado parte de la expedición a Cádiz. Algunos encallaban en las playas y otros llegaban con menos de una docena de hombres a bordo. Las ciudades costeras se llenaron de mendigos, hombres de la expedición que volvían a casa sin nada más que una salud destrozada y ni una miga de pan en el bolsillo.


Así acabó la expedición a Cádiz de 1626 ideada por el duque de Buckimgham. No aprendió nada de la experiencia pues años después planeó de igual modo un asalto a la isla de Ré con idénticos resultados.


BIBLIOGRAFIA

LAFUENTE, MODESTO, Historia General de España, 1862

REGAN, GEOFFREY, Historia de la incompetencia militar, 1987

TENENTI, ALBERTO, La Edad Moderna, 2000

VV. AA. Introducción a la Historia Moderna, 1994


http://en.wikisource.org/wiki/1911_Encyclop%C3%A6dia_Britannica/Buckingham%2C_George_Villiers%2C_1st_Duke_of





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jueves, 6 de marzo de 2008

¡Está ahí! ¿Por qué no lo veis?




El descubrimiento de Urano en 1781 y la posterior observación de su órbita estaban poniendo en un serio aprieto a las leyes de Newton. Hasta el momento, usando la mecánica newtoniana, su ley de la gravitación y las leyes de Kepler, los astrónomos habían predicho con exactitud las órbitas de los seis planetas conocidos en el Sistema Solar. Gracias a Kepler se sabía que las órbitas debían de ser elípticas, sin embargo esto sería sólo si cada planeta fuera el único dando vueltas en torno al Sol. En la realidad, todos los planetas influyen en los movimientos de sus vecinos estelares y son influidos por estos por lo que su recorrido no es perfectamente elíptico y no se podía predecir su posición con exactitud. Esto cambió con la Ley de la Gravitación Universal de Isaac Newton. Usando la mecánica clásica, también fruto del genio de Newton, y aplicando las correcciones a las leyes de Kepler que introduce la Ley de la Gravitación los astrónomos fueron capaces de predecir con gran exactitud las órbitas de los cuerpos celestes conocidos teniendo ya en cuenta la influencia de unos sobre otros.


Entonces apareció Urano. Sobre un músico y astrónomo de la corte de Jorge III, William Herschel, recae el honor de ser el descubridor de esta enorme bola de hidrógeno. Propuso llamarlo La Estrella de Jorge pero la idea no caló fuera de Gran Bretaña. Conforme se fueron obteniendo mediciones de la órbita del nuevo planeta, iba quedando claro que no se movía como se debería mover. Urano se salía de la carretera. Saturno y Jupiter habían presentado algunas diferencias en sus órbitas respecto a lo que la teoría predecía pero en el caso Urano la diferencia era escandalosa. El enigma estaba servido y fueron muchos los científicos que se lanzaron a intentar dar con la solución. Hubo quienes afirmaban que las leyes de Newton no funcionaban a partir de determinadas distancias. Otros, más sensatos, supusieron que debía haber otro planeta, que aún no habíamos descubierto, y que estaba modificando la órbita de Urano.


Entre los defensores de esta última teoría se encontraba el astrónomo y matemático francés Urbain Jean Joseph Leverrier. Leverrier creía firmemente que las leyes de Newton no estaban equivocadas por lo que la solución correcta debía ser la existencia de otro cuerpo. Dedicó años de trabajo al problema y finalmente, usando solo los datos conocidos y las matemáticas, descubrió, en 1845, un nuevo planeta. Según sus cálculos, existía efectivamente un nuevo planeta más allá de Urano. Mandó sus predicciones al Observatorio de Berlín y allí Johan Galle, el mismo día en que recibió la carta de Laverrier, confirmó la noticia. Justo en lugar indicado por el matemático, Galle se encontró con Neptuno, el octavo planeta.

El descubrimiento de Neptuno fue un éxito de la mecánica newtoniana, que volvía a funcionar como un reloj. O casi. Existía un pequeño problemilla. Se llamaba Mercurio y sus movimientos tampoco eran los esperados. Nuevamente, fue Laverrier quien se encargó de poner las cosas en su sitio. Estaba claro que las perturbaciones en la órbita de Mercurio tenían una causa similar a las de Urano, la existencia de un planeta desconocido. El planeta Vulcano.

El enorme crédito obtenido por Leverrier al descubrir Neptuno usando, no un telescopio, sino lápiz y papel bastó para convencer a la mayor parte de la gente de la existencia de Vulcano, un planeta que orbitaba entre Mercurio y el Sol. Los extraños recorridos de Mercurio quedaban así fácilmente explicados, Vulcano era la causa. Ahora lo que todo el mundo quería ver era el nuevo planeta.


Leverrier se dedicó durante un largo periodo de tiempo a realizar los cálculos que le permitieran dar con el planeta. No era un trabajo fácil, como tampoco lo había sido en el caso de Urano. Los cálculos necesarios eran enormemente complejos y Leverrier tardó nada menos que trece años en completar la tarea. Por fin, en 1859, estaba preparado para dar a conocer sus resultados. Había conseguido calcular la distancia de Vulcano al Sol, su órbita e incluso su masa. Inmediatamente, los astrónomos de todo el mundo corrieron a sus telescopios a confirmar el nuevo éxito del gran matemático francés.


Nadie encontró a Vulcano. Ningún astrónomo en ningún observatorio consiguió encontrarlo. Hubieron de pasar un par de meses antes de que Edmonde Lescarbault escribiera una carta a Leverrier en la que afirmaba haber dado con el planeta. Lescarbault no era astrónomo sino médico, pero tenía cierta afición y se había comprado un telescopio con el que pudo hacer la observación. Es de suponer que, al menos en principio, Leverrier desconfiara. Se presentó en casa de Lescarbault sin avisar, para que el médico no pudiera preparar sus respuestas, y lo sometió a un interrogatorio completo. Las respuestas debieron ser bastante convincentes pues, a pesar de que el propio Leverrier reconocía que las notas de Lescarbault eran un caos y su instrumental rudimentario, acabó concediéndole su crédito. Leverrier aseguraba que el médico era honrado e inteligente, por lo tanto no podía estar equivocado. El nuevo planeta existía y, una vez más, estaba exactamente donde Leverrier había predicho. Fue entonces cuando se bautizó al nuevo astro como Vulcano. A Lescarbault se le concedió, bajo propuesta de Leverrier, la Legión de Honor Francesa.


Seguía en el aire el hecho de que ningún observatorio hubiera conseguido ver el planeta. Leverrier se apresuró a realizar nuevos cálculos para establecer una nueva cita con Vulcano. Proporcionó nuevos lugares y fechas donde iba a poder ser visto.


Pero nadie lo veía. El planeta más cercano al Sol permanecía oculto. Nadie se lo explicaba. De vez en cuando, llegaban noticias de observaciones realizadas en algún remoto lugar por un aficionado desconocido. No tenían ninguna fiabilidad y ni siquiera veían al planeta en los lugares que predecían los cálculos de Leverrier pero bastaban para acrecentar el misterio en torno al esquivo planeta. Urbain Leverrier no lo entendía. Propuso nuevas coordenadas pero la respuesta fue la misma. Vulcano no era visto por nadie. Sí, se anunciaban avistamientos dispersos y aislados pero lo cierto es que ni el mismo Leverrier conseguía ver el planeta. Era inexplicable.


Hasta que Leverrier propuso una solución al problema. Vulcano estaba tan próximo al Sol que era imposible verlo. De hecho más de un astrónomo había sufrido daños oculares intentando cazar a Vulcano. Pero podría ser visto durante los eclipses. Leverrier publicó los datos necesarios para que el planeta fuera visto en los próximos eclipses. Pero el planeta no estaba allí.


Leverrier era incapaz de aceptarlo. Sus cálculos eran perfectos, era imposible que nadie viera el planeta. Siguió anunciando predicciones pero, a medida que pasaba el tiempo, cada vez más astrónomos dudaban de la existencia de Vulcano. Aunque sus datos eran ignorados cada vez con mayor frecuencia, Leverrier seguía anunciando coordenadas donde iba a ser visto el planeta. Todos los años, incluso varias veces al año, Leverrier anunciaba al mundo los datos definitivos para encontrar Vulcano. Pero el planeta seguía sin ser encontrado y cada vez más científicos ignoraban a Leverrier.


Murió en 1877. Pocos días antes había publicado nuevas predicciones sobre la posición de Vulcano. Es difícil saber si alguien se molestó en comprobarlas.


El astrónomo francés había conseguido un logro extraordinario sacando el máximo partido posible a las leyes de Newton para descubrir Neptuno. Sin embargo, en el caso de Mercurio, Leverrier forzó la máquina. Muchos habían propuesto que las perturbaciones en la órbita de Urano se debían a errores en las mismas leyes de Newton. Leverrier, descubriendo Neptuno demostró que Newton no se equivocaba. Quiso repetir su proeza solucionando el caso de Mercurio y erró por completo por que Mercurio estaba más allá de las leyes de Newton. Sin pretenderlo Leverrier había descubierto los límites de la física clásica. Había llegado a esa frontera en el caso de Neptuno y, sin saberlo, la había traspasado con Vulcano. En esté caso, aquellos que afirmaban una incapacidad de las leyes de Newton para solucionar el caso estaban en lo cierto. No podría decir si alguien se dio cuenta en aquel momento pero Leverrier había puesto de manifiesto que hacían falta nuevas ideas para explicar el cosmos.


Hubo que esperar unos cuantos años para explicar el enigma de Mercurio. En 1915 un empleado de patentes aportó al mundo esas nuevas ideas necesarias. Unas ideas que supondrían un cambio radical en el conocimiento que el ser humano tenía del universo tan importante como el que supusieron las ideas de Newton. El empleado era Albert Einstein y sus ideas eran la Teoría General de la Relatividad que, entre muchísimas otras cosas, explicaba perfectamente la órbita de Mercurio. Pero esa es otra historia.



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